Siempre saltan las nostalgias. Siempre después de largos años olvidadas en algún resquicio de nuestra acelerada rutina, temerosas de nuestra reacción. Siempre escondidas, como si no se encontraran en un mundo tan cambiado, tan inhumano, de tan poco contacto real, de casi ninguna voz transmitida únicamente por el viento, de nuestras bocas, a nuestros oídos.
Peor aun cuando aquellas nostalgias brotan junto con remordimientos inoculados por culpas (ya perdonadas) ajenas. No sería tan tremendista, si no fuera porque dos de estos recuerdos son los más entrañables de mi vida. Y ocurrieron durante mi primera infancia en un jardín llamado José Olaya, en honor al héroe peruano precursor de la independencia.
En este nido-jardín pasé días que recuerdo con ternura. Sus salones llamados por colores, su patio interno, sus juegos en medio, la biblioteca en el segundo (o tercer) piso y el primer amor de mi vida en esos días de ilusión pura: Miss Ely.
La Miss Ely era una mujer de grandes y hermosos ojos, asociados tiernamente en dimensiones con una boca de sonrisa sincera. Miss Rossy es un chancay de a veinte, comparado con mi diosa. Su voz, sus maneras, su cariño me tenían totalmente embelesado. Su cabello corto y ligeramente ondulado (el estilo de entonces) era el marco perfecto para aquel paisaje de fantasía imberbe. Al parecer mi afán por captar su atención me hizo un niño aplicado, feliz de asistir al José Olaya aunque tuviera 40 de fiebre y no pudiera ni caminar de la tembladera que me diera.
Yo siempre la sentí cerca a la Miss Ely, incluso me adelanté un poco a mi desarrollo cuando completé mi fascinación por mi tutora al añadir en aquel paisaje de ensueño sus piernas y caderas y todo su cuerpo, adivinado detrás del mandil pulcrísimo, por lo menos antes de iniciar el día. Entonces, las tembladeras eran generadas por otro tipo de fiebres.
Pero como dice la salsa, todo tiene su final. Y en el caso de Ely, el hito fue su matrimonio. Se me casó Ely, y no eligió mejor momento que cuando yo aun era su alumno. Mi reacción fue de despecho. Mi primera decepción amorosa me hacía hervir el estómago, tensar el cuello y me irritaba los ojos, que me dolieron de tanto ajustarlos al llorar. Creo que sí fui a su boda, pero no fui un invitado muy feliz, intuyo. En todo caso, al parecer por algunos de esos bloqueos mentales selectivos, no lo recuerdo. Mejor. Sólo está en mi memoria lo buena, lo tierna y lo maternal que era, sensación que siempre venía acompañada de un suave perfume a flores.
Pero, si hay que decir toda la verdad, yo ya tenía mi romance coetáneo. Mi segundo amor. Una niña de mi clase con la que ibamos a todas partes. Una niña de ojitos soñadores y tímidos, recatada y feliz, canela y compañera. La sensación de su compañía, sin embargo, es más fuerte que el recuerdo visual. De este sólo puedo coger uno: los dos subiendo a unas tribunas en el patio de la Parroquia de al lado, donde teníamos nuestros recreos y actuaciones.
Marian era su nombre. Marian era mi pasión. Siento que corríamos de la manito, riendo. Siento que a veces yo me quedaba corto en decirle lo mucho que la quería y que la necesitaba en mis juegos y fantasías.
Pero como dije antes, a veces las nostalgias vienen juntas con sucesos no muy reconfortantes.
Sucedió que un día, hace pocos meses, estaba conversando con mi mamá en su casa cuando salió el tema del Nido. Ella también recordaba mucho, pero nunca me había dicho lo que sólo entonces se animo a contarme.
Según ella, en el tiempo del José Olaya, había una reunión en mi casa con todos mis primos. mamá estaba cabezona atendiendo a los invitados, cuando tocaron el timbre de la puerta. Mamá abrió, pensando que era un tío o tía, pero se apareció frente a ella el papá de Marian. Traía algo en la mano. Al percibir el movimiento en la casa, se disculpó, se presentó y entregó a mi mamá una invitación a la fiesta de cumpleaños de Marian, que vivía en La Molina. "Mi hija dice que no quiere ninguna fiesta si es que Rodrigo no va", le dijo a mi Mamá. Ella le indicó que no lo olvidaría y que estarían ahí de todas maneras. Continuaron hablando un poco más (seguramente divertidos sobre nuestra relación a escondidas) y se despidieron. Mamá regresó a su cocina, donde tenía las seis hornillas ocupadas, y no recordó más la fiesta de Marian hasta muchos años después.
Cuando me lo contó, la verdad que me quedé helado, primero y me entristecí mucho, después, pues sé que habría sido un momento imborrable en mi vida, por muchas razones.
Hubiera ido a su casa, a su fiesta, a su jardín, a lo más intimo de su vida. Momentos de alegría juntos que pudieron ser no fueron jamás. Además, me entristeció el imaginar la desazón en Marian al no verme llegar, ¿se habrá encerrado en su cuarto a llorar?¿O lo habrá superado, como todo niño lo hace, en un instante?
Lo peor es que no sé si eso fue cuando ya eramos "novios", cuando estábamos en el Nido o después. Pero si fue durante el Nido, atisbo en mi memoria algunas miradas de desaprobación de su rostro, tal vez en los días siguientes. Lógico, estaría furiosa conmigo. Y yo sin tener idea de por qué. Pero eso puede ser también una suposición y una percepción engañosa, un recuerdo poco fiable.
Si fue después del Nido, pudo haber sido una ocasión para volvernos a juntar, y mantener el contacto. Pues sucede que desde el Nido no he vuelto a saber nada de Marian, absolutamente nada. Tampoco hoy sé su apellido, su dirección. En el José Olaya no guardaron esos datos (bueno, fue hace 33 años!)
Hace mucho tiempo que dejé de creer en las hadas madrinas. Pero es bonito pensar que alguna este leyendo esto, se apiade de mí y me ayude a econtrarla ¿estará en Perú, en el extranjero?¿será feliz?¿me recordará?. No sé que le diré, ni como reaccionará.
Pero el sólo vernos será suficiente para saber si una disculpa por el desplante es necesaria o si sólo basta con invitarle un jugo, una cerveza o un café.
Imagen: Diario del Toc